A M.J.
Ayer estuvo Dios en mi cama prestada, que es casi mía como es casi de él. Lástima que solo fuera otro disfraz de mierda.
“Como no te me quitas de las ganas…”
Puedo sentir por ti cualquier cosa.
La que muestro con tu corazón entre mis dedos: odio.
La que arde todavía en los suburbios de mi intimidad: ¿amor?
La que todos acarician en mi hombro con la palma de la mano: despecho.
O la que debería quedar y nunca queda: indiferencia.
Puedo sentir, naturalmente, que se me crispan los sentidos si le hablas con tu pupila viuda a otros senos, o sentir que no sientas lo que siento, o así de simple, pretender un manantial puro en el centro de mi angustia.
En estos días ciegos puedo sentir cualquier cosa, incluso la rabia sorda que escurren las derrotas no peleadas, la añoranza de los nervios que causabas o una terrible nostalgia de ti más todo. Lo que sea. Puedo sentir que no me importas o que repto de dolor entre el oscuro cieno de la incertidumbre, o que llevo dentro mil cosas descompuestas que olvidé darte. Puedo sentirlo todo y manejarlo todo con la fría destreza que supongo corresponde.
Lo que no puedo sentir, lo que no debo sentir, pero siento sin remedio, son las ganas. Estas ganas turbias. Lo que no quiero sentir son estas impúdicas urgencias de la carne, el hambre insaciable de la tuya. Lo que no puedo manejar es el ansia que te sobrevive, que aún te espera, que ronronea en lo más bajo de mi vientre, que me arrastra al dolor exacto y desemboca en onanismos a tu nombre.