Debíamos haber vuelto

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Debíamos haber vuelto. Lo supe antes de doblar la última curva, antes de arrastrarme bajo las uvas caletas y sobre la grava hecha pasar por arena, antes de subirme, antes de que el armatoste se balanceara la primera vez sobre el costado y tragara una bocanada de agua y sal.
Entonces pensé: “Me muero”. Pensé que me iba a morir sin haber escrito algún cuento que valiera la pena, que fuera el hacha de Kafka quebrando el mar helado dentro de nosotros. Y también que había dejado el poema a mi madre sin terminar. “Qué barbaridad”, me regañé, “eso me pasa por dejarlo todo para última hora. Me voy a morir y no voy a dejar nada detrás de mí”. Tal vez si hubiera escrito algo más, me harían una de esas publicaciones póstumas. La idea me dio risa. Hay que morirse para que a uno le hagan caso. Quizás si te hubieran dicho antes: Oh, qué buen cuento!, las cosas serían distintas, o si se hubieran tomado al menos el trabajo de explicarte por qué era un mal cuento antes de echarlo a la basura junto con los desperdicios del día. Pero no, siempre hay que morirse para que te hagan caso.
Milo escupió sobre la borda, había comenzado a marearse. Me dio lástima, siempre había sido un flojo, un delicado, por eso las mujeres no le hacían caso. Hemos sido amigos toda la vida, no de los amigos que se reúnen todos los días o todas las semanas a contarse los mismos chistes hasta el cansancio. Sino de los que sabes que están ahí, al otro lado del teléfono, de los que saben callar contigo. A veces pasábamos hasta un mes sin vernos. Entonces lo llamaba, o él a mí, y nos contábamos las últimas noticias, nos prestábamos un poco el hombro, me decía que Anabel se había marchado de nuevo, y yo asentía. O yo le decía que mi mamá estaba mejor, o peor, y él asentía. Tal vez, si nos moríamos ahora, nos enteráramos allá en ultratumba que Anabel todavía lo amaba, o que Rudy siempre lo había querido. Volvió a escupir y se palpó el estómago, iba a vomitar seguro. Yo nunca me mareo en los barcos, se lo debo a Rafa, mi primer novio. Él me enseñó a derrotar la náusea en alta mar con caramelos de menta y chicles, a caminar sobre cubierta con las piernas separadas como los piratas de Robert Louis Stevenson y a reconocer la dirección del viento levantando un dedo empapado en saliva. Y sobre todo, me enseñó a respetar al mar más que a mis padres, más que a los dioses, más que a nada. El mar es impredecible, decía, ahora puede ser tu amigo, mostrarte con inocencia las olas espumosas ronroneando contra la proa. Pero de pronto pudiera encolerizarse y fruncir el ceño bajo un cielo negro, sepultar tu barquito de mierda bajo una ola de 6 metros, encerrarte en una cápsula de agua, viento y espuma y tragarte, devorarte para siempre. Si él hubiera estado aquí, no me habría dejado subir. Sabía leer en las nubes el humor del océano, en el color de la espuma, en la temperatura del aire. Venía de una familia de pescadores, de una estirpe de hombres con la piel calcinada por el sol que olían siempre a bestia salobre y fumaban tabaco negro y tomaban alcohol puro mezclado con agua, y sabían siempre cuando el mar les prometía buena pesca y cuando debían quedarse en casa reparando sus tarrayas mientras pasaba la tormenta. Una vez nos sorprendió un temporal a 500 metros del muelle. Fue como si cerraran de pronto las ventanas del mundo, y como si el viento hubiera perdido el rumbo, porque soplaba en espiral, haciendo girar la lancha como una botella sobre su costado. Los relámpagos se recortaban contra el cielo oscuro como telarañas de luz, algunos tocaban el agua y levantaban lengüetas de fuego. Nunca había pasado tanto miedo.
Después de eso juré que nunca más me subiría a un barco. Pero ya ni en uno mismo se puede confiar, porque cuando Milo vino a hacerme la propuesta, dije que sí y rompí la promesa que me había hecho a mí misma. Sí, el de la idea fue él. A mí nunca se me hubiera ocurrido. Y entonces me dije: ¿Por qué no? Y me di cuenta que estaba harta del pan de la bodega, del charco de la esquina, de la mediocridad, del miedo, del silencio, de lo absurdo, de todo. Pudiera habérselo dicho a mis padres, pero entonces también tendría que decirles lo harta que estaba de que siempre metieran las narices en mis asuntos, de que siempre me cuestionaran hasta los 15 pesos que gastaba en un libro. Harta de vivir bajo la sombra de alguien mejor, detrás del ejemplo de otros hijos mejores, de otros estudiantes mejores, de otras muchachas de bien, que a mi edad ya estaban bien casadas y creando prole.
La lanchita volvió a balancearse, primero a un lado, luego a otro. El agua le dio en todo el pecho a Milo que estaba inclinado sobre la borda vomitando. Se cayó hacia atrás por el impacto y se quedó unos minutos de espalda sobre la cubierta mojada, sucia de nuestros pies llenos de fango. Sabía que estaba pensando lo mismo que yo, que nos íbamos a morir sin cumplir nuestros sueños. Él quería ser fotógrafo reportero. Yo quería escribir. Recordé los pocos libros de aventura que había leído. Me acordé de los niños de Julio Verne, de los náufragos del Liguria, del capitán de quince años. Supuse que en casos así debían hacerse cosas, izar velas, no sé, al menos gritar a un grumete de nombre sonoro que el palo de la mesana se había roto, que hacía falta achicar el barco, que el viento iba a destrozar los puntales o algo parecido. Pero el patrón de nuestra lancha permanecía mudo, mirando con resignación la borrasca que nos envolvía, pensando seguramente en lo inútiles que eran en este momento los 10,000 dólares que le había cobrado a la hermana de Milo por venir a buscarnos.
Si tan solo no se volteara la lancha, pensé. Escribiré. Escribiré sobre la experiencia de echarse al mar furioso, sobre los motivos que nos hacen jugarnos la vida a cara o cruz. O mejor no, no escribiré nada. ¿Para qué? Seguramente dirán: Ah, otra de balseros, y pasarán la página aburridos.

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