Clarita siempre fue la más rara de la familia. Más que una de nosotros parecía una obra de caridad que hubieran recogido en un latón de basura, porque nuestra estirpe era robusta y consistente, mientras que Clara era liviana y vaporosa como una aparición. Nació sietemesina, y aunque los médicos no pusieron muchas esperanzas en ella, a los dos años había crecido silvestre como una enredadera, dejando claro que no tenía intenciones de marcharse.
Tal vez por eso en casa le perdonaban todas sus extravagancias infantiles y su costumbre de caminar sonámbula en las noches de luna llena. Al principio mamá trató a toda costa de quitarle los malos vicios. Probó con novedosos tratamientos de medicina homeopática, con infusiones de yerbajos medicinales, con raíces de jengibre, con vasos de agua bendita bajo la cama, con una pulserita de imanes de cargas opuestas, y por último, con dosis bien premeditadas de correazos. Al final se dio por vencida, segura de que esa niña poco o nada tenía que ver con este mundo.
Yo no, nunca pude soportar sus excentricidades. Clara vivía en una realidad paralela, ajena a todos nosotros y a la tecnología esa que decían por la tele que tenía punta. Los maestros, hartos de escucharla preguntar si podían pensar los perros y de dónde había salido el mundo, la habían mandado a casa alegando que era un caso perdido. Daba la impresión de andar sonámbula incluso cuando estaba despierta persiguiendo mariposas o molestando a los mayores con sus por qué interminables. Sin embargo, parecía totalmente despierta cuando recorría dormida la casa en medio de la madrugada. Todavía me acuerdo. Se levantaba y parecía que levitara en vez de caminar, porque sus pies blanquísimos apenas tocaban el suelo y volvían a la cama tan pulcros e impecables como siempre. A veces abría la ventana y se quedaba un rato mirando la luna. Otras, se paseaba por las habitaciones en penumbras examinando los objetos y las personas dormidas como si fuese la primera vez que reparaba en ellos. Si intentabas despertarla, te miraba con ojos encendidos de gato y te preguntaba: ¿Quién eres?, pero por mucho que le dijera que era yo, su hermana, estas respuestas mundanas no parecían satisfacerla. Se mecía sobre los talones con angustia y seguía de largo rumiando entre sueños sus extravagancias. ¿De dónde viene el mundo? ¿Dónde está la perfección de Dios? Sus palabras se me quedaban en la cabeza como el estribillo de una tonta canción de moda, retumbando y multiplicándose hasta producirme una especie de insomnio lleno de pesadillas vivas. Yo la quería, pero no podía soportar la zozobra neurótica y el desasosiego que me provocaba.
Aquella noche se nos quedó la ventana abierta. La escuché moverse, y resolví dejarla desandar por la casa hasta que se cansara. Pero no se fue. Se incorporó en la cama y la luz de la luna le proyectó un redondel de plata sobre el pecho.
“Lo entiendo”, me habló, “al fin lo entiendo.”
“Al fin lo entiendo”, repitió soñadora, “la perfección de Dios. Tontos humanos”, y yo no supe decir por qué se excluía, “toda una vida de peregrinación en su busca, y la tienen bajo las narices todo el tiempo.”
“Cuando logremos describir una exitosa parábola en la vida sin sucumbir a los deliciosos placeres de lamentarnos de nuestra mala suerte, cuando dejemos de culpar a la vida, a Dios, a nuestros padres, a la política y a todo menos a nosotros mismos; cuando logremos hallar nuevas alternativas a los problemas, cuando no dependamos del destino sino de nuestros actos, se habrá cumplido la perfección de Dios. Se nos ha dado libre albedrío, su perfección la hacemos nosotros.”
No recuerdo mucho de lo que pasó después, pero sí una turba de emociones, de asfixia, de ser vulnerable y efímera. Quise escapar, pero la puerta se desdoblaba en un espejismo de puertas idénticas hasta el infinito.
Me volví y cerré de un golpe la ventana.
Cuando llegaron los demás, yo intentaba arrancar la luna que todavía estaba pegada a su cuerpo sin vida.